¿Razón o instinto?
En su texto Sobre lo espiritual en el arte, de 1910, Kandinsky explica que toda forma tiene un contenido propio, intrínseco, y no se trata de un contenido objetivo o de conocimiento (como aquel mediante el cual se conoce y se representa el espacio a través de formas geométricas), sino de un contenido-fuerza, una capacidad de actuar en cuanto estímulo psicológico (…).
Sea cual sea el origen de este que podríamos llamar el contenido semántico de las formas, el artista las utiliza como las teclas de un piano y, tocándolas, hace vibrar el alma humana’ (empleo la aceptable síntesis que hace G.C. Argan en su monumental tratado sobre el arte moderno).
Siempre me ha parecido que las Improvisaciones kandinskianas (pintadas como se sabe entre 1910 y 1920), que son la consecuencia -o la demostración práctica- de las ideas expuestas en su librito, pese a constituir uno de los pilares más sólidos del movimiento contemporáneo son hoy especialmente -o únicamente- útiles para aquel artista que abraza la abstracción lírica como medio de conocimiento y expresión. Porque aunque Kandinsky centra gran parte de su atención en el análisis del signo -y, mucho más que él los suprematistas y los constructivistas rusos-, es evidente su preocupación por el dibujo (‘reemplazo el concepto, casi universalmente aceptado, de ‘movimiento’, por el de ‘tensión'(…). La tensión es la fuerza inherente al elemento; como tal, es sólo un componente del movimiento activo. A ello hay que añadir la dirección’) y, sobre todo, por el color (‘un círculo amarillo revela un movimiento de expansión desde el centro hacia el exterior que casi se acerca marcadamente al espectador, y un círculo azul desarrolla un movimiento concéntrico (como el de un caracol al esconderse en su concha) y se aparta del espectador’), tal y como la demuestra Arnheim en su famoso Arte y percepción visual. Todo ello será estudiado de forma exhaustiva por Albers y explicado de forma amena y didáctica en su libro La interacción del color.
El problema de Kandinsky, de Albers y, en general, de todos los artistas de la Bauhaus (incluidos los arquitectos, cuyo estilo sigue siendo objeto de polémicas encendidas), es que parecen actuar más como científicos o técnicos que como artistas: sientan las bases para una práctica artística renovada, cuyas posibilidades son ilimitadas, pero no tienen tiempo o motivos para hacer uso de ella.
Les debemos mucho pero sus obras, que debieran ser ejemplos paradigmáticos de espiritualidad, difícilmente pueden emocionarnos si nos olvidamos de su valor histórico. Porque, ¿no siente el artista la necesidad de traducir sus emociones a formas y colores, hacerlas visibles? Entonces, necesariamente, ha de recorrer el camino al revés: ha de partir de la emoción para llegar a la imagen. Se argumentará enseguida que, para ello, el pintor debe conocer las entrañas del lenguaje que emplea y, tras haber indagado acerca de la psicología de la forma y el color, emprender aquel camino con las alforjas llenas; de ahí que, efectivamente, el pintor les deba mucho a los pioneros. Sin embargo, subsiste una duda: ¿qué hay del conocimiento intuitivo, del instinto, y aun del impulso? Dicho de otro modo. ¿no ha de saber el artista, sin necesidad de que nadie se la diga, sin siquiera comprender cómo la sabe, qué forma ha de adoptar aquello que quiere expresar, cual ha de ser su color, qué lugar ha de ocupar en el cuadro y con qué ha de interactuar? La abstracción lírica -al igual que el automatismo o el expresionismo en todas sus variantes- es una fe, aunque la psicología o simplemente la razón nos ayuden a el cómo y el por qué.
Es lícito pensar que, una vez abiertas las puertas, desbrozado el camino y explorado el territorio (cosa que ya hicieron los pioneros de la abstracción), al artista le baste con seguir su instinto para colonizarlo, fertilizarlo y extraer de él cuantos frutos desee.
No nos cabe duda de que así lo hace Carmen Belenguer; y sus cuadros -tan formalmente impecables como plenos de resonancias- son la mejor prueba de que esa fe del lírico en la realidad de sus propios sentimientos es la principal fuente de conocimiento para el pintor: ‘valora lo originario, lo no contaminado por acepciones convencionales, lo instintivo. Se aparta del elaboracionismo, de la fórmula, del recitado’, dijo de ella Antonio Leyva.
Hablamos, sin embargo, de una fe en la radical subjetividad, en lo voluble e inaprensible; y si la moderna física acepta que el observador modifica las condiciones del experimento por el simple hecho de realizarlo, ¿cómo va el artista a plasmar en el lienzo sus emociones sin que sobre estas destiñan, cuanto menos, las que le produce el simple hecho de pintar -o de pintarse- ? Creo que no existe respuesta posible; en la pintura de Carmen Belenguer, y en toda aquella que responda -exclusivamente- a impulsos profundos, necesariamente ha de hacerse presente lo misterioso, lo ignoto, deslizándose entre los gestos y los argumentos, por precisos que éstos sean. ‘El color, que rige la Vida. Es extraordinario sacarlo hacia el exterior, como un fluido, casi físicamente perceptible, va recorriendo todo tu cuerpo hasta que logras expulsarlo por la cabeza, ojos, boca, y vaciarte’, escribió una vez la pintora. ¿Cabe mayor claridad en la expresión del propósito, de la emoción, de la actitud? Y, sin embargo, todo el ímpetu, la avidez de vivir, la sensualidad que revelan las palabras, no podrán evitar que en los cuadros surjan veladas sombras, trazos que son heridas, nieblas que hagan palidecer las luces, inseguridades y enigmas. Porque qué duda cabe de que esta es una pintura eminentemente vital y optimista, que refleja tanto la personalidad de su autora como su biografía (en hermosa crítica dijo de ella Amelia García que ‘plasma en un soporte material el color, la luz y el movimiento de la isla que la vio nacer y que ejerce sobre ella esa fuerza cromática que se ve en sus cuadros, a base de colores puros que irrumpen como estallidos de una fuerza interior que la sostiene y forma parte de sí misma…’), pero que vibra también al son de cada instante -como lo explica el Zen- y que, en la medida en que responde a una labor de definición de un lenguaje a partir de lo expresado, es la escenificación de un diálogo entre sus elementos constituyentes. De ahí que desde un primer momento me haya parecido que esta pintura es extraordinariamente seria: no sólo en cuanto atañe a la rotundidad de las composiciones, mágicamente equilibradas, a lo acertado -y revelador- de las armonías cromáticas y, especialmente, a la elegancia y honestidad que destila ese dibujo siempre escueto de Carmen Belenguer -un trazo final, que no forma parte del cuerpo de la obra y que, sin embargo, constituye lo esencial de su argumento; un gesto de valentía o, más aún de fe ciega en el instinto-; allende la perfección formal de esta pintura se encuentra su verdad inmanente un paisaje íntimo y etéreo que ninguna ciencia puede explorar, porque está hecho de emociones contradictorias y sensaciones ocultas, de anhelos ahogados, del eco de cada instante. Carmen Belenguer no inventa mundos nos devuelve cuanto de verdad hay en el nuestro .