‘Interiores’. Galería Azteca. Juan Antonio Tinte

JUAN ANTONIO TINTE

Madrid, 1999

¿A qué extraño principio atienden nuestros sentidos cuando, ante la obra de Carmen Belenguer, el reposo, lo sereno y la afrenta apaciguada son los únicos estados que el entendimiento escruta, y por los que se reconoce seducido, entre infinidad de posibilidades?. Sin que una sola respuesta se alce a definitiva y concluyente, acaso germinan en nosotros semejantes animaciones a expensas de esa cierta desvinculación, lograda de tiempo y renuncias, hallada entre la parte empírica del Ser y la objetualización de lo experimental. Como si el propio devenir hubiera atizado en ella el compromiso de evitar enjaular el sentimiento en una escena o la advocación en una forma, y que Carmen consigue mediante la consecución de una no imagen de lo que puede percibirse. Azules de calma, sienas de sosiego, colores y algún grafismo desperezando el silencio, se posan sobre las telas como nacidos sin luchar el terreno que ocupan. Atienda entonces el observador a la propia inspiración, sin prejuicios ni lecciones aprendidas, y descubrirá en las pacíficas formaciones de Carmen Belenguer la silueta de un interior que les pertenece por el hecho de ser. La imagen fugaz y persistente de lo que teniendo nombre, y hemos descubierto en su discurso, no se sabe con certeza cómo ha de llamarse, cómo se invoca, y si, por un momento, reivindica reverencia. En este sentido, Carmen se alza a iconoclasta contumaz y renuncia a la imagen; a circundar de forma iracunda y con evidencia el objeto de su sentir para dejar que todo fluya; que la posible materialización formal se plasme transparente y sin anunciarse sobre el soplo que parece ser pintado a lomos de lo indefinido, y que el color sitúa en el campo de la conceptualización etérea. Allí, donde cielo y lecho se confunden y son la misma cosa. Es de esta forma cuando, inmersos en su obra, las palabras de la autora quedan resueltas y fuera de toda incógnita; el momento en que cada cuadro dice lo que la más dilatada conversación no es capaz de desentrañar; el instante en que se recuerda que de lo obvio no se habla porque, en este caso, no es posible denominar (aunque sí reconocer) todo lo que en estas superficies se perpetúa como si de palimpsestos se tratara. No por lo que de áreas mancilladas y heridas pudieran ostentar, sino por lo que atesoran como bases en las que se convocan, sin estar, todas las renuncias. Atiendan a su más sereno ángulo de percepción, y darán cumplida respuesta a las conjeturas que de forma inevitable en cada uno se suscitan. Atiendan, y sabrán por qué Carmen discurre aquellas extensiones que ahora presenta, cual espacios cromáticos como surgidos de un halo luminoso que más que abrumar el lienzo, lo empaña de forma sed osa y continuado ademán